La gárgola



El teléfono sonaba cuando salía de la ducha. ¿Quién se acordará de mí a estas horas?, se preguntó mientras, liado en la toalla, se dirigía a descolgar el auricular:
Sí, dígame.
¿Estoy hablando con el señor Torres? Dijo una voz de mujer al otro extremo de la línea.
El mismo contestó con no mucho entusiasmo.
Le apetecía muchísimo prepararse una apetitosa cena y tumbarse en el sofá para ver el partido de futbol del Campeonato del Mundo de Brasil y aquella llamada podía dar al traste con todos sus proyectos.
¿El señor Bernardo Torres? Insistió su comunicante.
Sí, ya le he dicho que soy Bernardo Torres, ¿y Vd. quién demonios es? Pregunto un tanto cabreado.
Eso no es importante continuó la mujer ignorando su enfado Lo importante es que quisiera entrevistarme con Vd. para hacerle una proposición que seguramente será interesante y provechosa para ambos.
Bernardo estuvo a punto de colgar el teléfono y olvidar el asunto pero su curiosidad natural de detective le hizo cambiar de opinión sobre la marcha.
Y bien dijo cambiando el tono por uno mucho más amable explíqueme de qué va la cosa.
No, por teléfono quizás no pudiera explicarlo bien. Es preferible que nos veamos en la escalinata de la Catedral dentro de una hora, es decir, un poco antes de las doce, más concretamente a las doce menos cuarto.
Bueno, se resignó él si no hay más remedio allí estaré.
Al parecer no iba a poder relajarse y, por otra parte, su paupérrima economía no le permitía desechar ningún trabajo así que se vistió rápidamente, se preparó un sándwich de York y queso y salió como un tiro en busca de su coche para dirigirse a la Catedral.
 A las doce menos veinte aparcaba su vehículo en la plaza de la Catedral y se dirigió hacia la escalinata de la puerta principal para esperar a su posible clienta.
Mientras esperaba, se sentó en el suelo y se dedicó a observar, a la luz de la luna llena, las gárgolas que asomaban amenazantes en las cornisas del edificio de la Catedral. Desde niño estaba fascinado por las diversas figuras que le miraban desde las alturas del templo. Una voz le sacó de su ensimismamiento:
Buenas noches, supongo que Vd. es Bernardo Torres.
Quien hablaba era una mujer que tendría unos cuarenta años y que vestía completamente de negro.
¡Vaya, una gótica! Pensó sin hablar pero ella no le dio tiempo a más consideraciones.
Me llamo Ankhiara, Ankhiara Ragotzy y desearía que Vd. trabajase para mí.
La observó con detenimiento y pudo observar una más que sugerente figura amén de un rostro bello aunque pálido presidido por unos ojos grises que le interrogaban esperando su respuesta.
¿Y puede saberse para qué me necesita Vd.? Preguntó al fin.
Será mejor que se lo explique sobre el terreno ─ comenzó ella ─ si tiene la bondad de seguirme le pondré en antecedentes.
Ankhiara se dirigió resueltamente hacia la Catedral y él la siguió como un corderito. Llamó con tres toques suaves y la puerta se abrió dejándoles el paso franco.
─ Éste es Midas, el sacristán, que es pariente de mi madre ─ presentó al hombrecillo que les había abierto.
─ Mucho gusto ─ dijo mecánicamente y alargó la mano.
El otro ignoró su intento de saludo y sólo profirió un gruñido.
─ No se preocupe por él ─ contemporizó ella al ver su cara de fastidio ─ es un ser poco sociable.
Cuando quiso volver a mirar al sacristán, éste había desaparecido como por ensalmo y Ankhiara ya le hacía señas para que la siguiese y guardase silencio.
Siguió los pasos de la mujer a lo largo de una de las naves laterales. La claridad de la luna penetraba por las vidrieras dando a todo el entorno un aspecto ciertamente fantasmagórico. Ella se detuvo delante de una puerta. Con una llave que, seguramente, le había dado el sacristán, trasteó en la cerradura y empujó la puerta que no hizo ruido alguno al abrirse. Bernardo la siguió al interior que era una estancia octogonal en uno de cuyos lados arrancaba una escalera de piedra por la que se introdujo Ankhiara después de encender una linterna y Bernardo se zambulló tras ella.
Al cabo de cuatro tramos de escalera desembocaron en otra estancia parecida a la de arriba pero sus paredes estaban llenas de lápidas en las que podía leerse el nombre de cada uno de los enterrados allí: aquello era, sin lugar a dudas, la cripta de la Catedral.
Ahora necesito su ayuda dijo ella dirigiéndose a un sepulcro que estaba situado en el centro de la sala. Hemos de levantar la tapa y es bastante pesada.
Si mediar más palabras se pusieron a la labor que no fue excesivamente gravosa pues la losa, una vez que la movieron unos centímetros, se abrió sola mediante un mecanismo oculto.
Ayúdeme a entrar en el sepulcro pidió Ankhiara.
Bernardo la ayudó y penetró tras ella en aquel habitáculo que era más espacioso de lo que pudiera parecer por fuera. Ankhiara tocó un resalte de la pared del sarcófago y, después de oírse un leve chasquido, se abrió la mitad del suelo dejando visible una nueva escalera. El pedazo de suelo que no se había abierto era tan reducido que prácticamente sus cuerpos se rozaban al más mínimo movimiento.
Bien dijo ella hasta aquí he sido capaz de llegar yo sola pero ahora es cuando necesito de su compañía y colaboración para seguir adelante y tratar de descubrir a dónde conduce la escalera.
La mirada de Ankhiara se clavó en la suya con tanta intensidad que sintió que le abandonaba la cordura y, sin pensarlo dos veces, contestó:
De acuerdo, sigamos adelante casi musitó con voz sorda.
Nada más apoyar un pie en el primer escalón, la tapa del sarcófago se cerró de golpe y la linterna rodó escaleras abajo haciéndose mil pedazos. Instintivamente se abrazaron y sintió el aliento de ella en su cuello.
Cuando esperaba aterrado que sus dientes se clavasen en su carótida una voz de mujer le sacó de su ensoñación:
Perdón por la tardanza, ¿es Vd. Bernardo Torres? dijo disculpándose No he podido llegar antes porque mi coche se lo había llevado la grúa.
¿Le apetece una copa en aquel bar? dijo él tratando de disimular el sobresalto que se había llevado.
De acuerdo, allí podremos charlar del asunto que quiero proponerle.
Se acercó a ella y le estrechó la mano. No tenía los ojos grises, iba perfectamente maquillada y lucía un vestido de alegres colores. Comenzaron a cruzar la plaza en dirección al bar cuando un golpe tremendo les hizo volver la cabeza asustados:
Una gárgola con cara de vampiresa había caído justo en el lugar en que él había estado sentado hasta hacía unos instantes.













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